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De la compasión

Un día me desperté, miré a la gente a mi alrededor y me di cuenta que todos éramos igual de patéticos. ¿Qué compartíamos?, una necesidad absurda de sentirnos mal. Si, como si fuésemos alérgicos a la felicidad, como si nos molestaran las buenas cosas que nos ocurren y prefiriéramos quedarnos en la comodidad de la tristeza. Y es que estar triste es fácil. Apreciado lector, espero que aquí no me malinterprete. No digo que lo que trae consigo la tristeza sea una carga liviana para quien lo padece, lo que quiero exponer aquí es que ese malestar no requiere de acción. El que se ahoga no necesita nadar, no requiere un esfuerzo para hundirse en las profundidades. ¡Por eso anhelamos esos sentimientos tan detestables!, ¡Para sufrir sólo hace falta entregarnos al azar! Mientras que las cosas favorables, si bien, también dependen del devenir, necesitan construirse para conducirlas a buen término. Se sabe, sin necesidad de mayor explicación, que es más fácil destruir que construir. El azar también se rige por este axioma, las condiciones para elaborar algo positivo son muy variadas, pero basta con un sólo suceso desafortunado, para que todo lo elaborado se venga abajo. Para evitar que la vida tambalee, es necesario tener un sentido muy agudo para la desgracia, de modo que sea posible mitigar los daños que esta causa . Eso requiere un espíritu despierto, que sabe que la tragedia es inevitable y la mira de frente cuando se le presenta.

Pero todos nosotros hacíamos lo contrario. Una vez despierto, me di cuenta que no la mirábamos de frente, le dábamos la espalda y permitíamos, sin oposición alguna, que abusara de nosotros y nos hiciera miserables. Y peor aún, nos regocijábamos, cuales puercos en el lodo, de ese dolor que teníamos que cargar. Y allí, después de revolcarnos en la porquería, nos incorporábamos despacio y con ojos vidriosos, caminábamos cabizbajos y dejábamos escapar un lamento con desaliento "¿Por qué estaré cubierto de barro?". Y los demás, con el mismo hedor insoportable, nos ofrecían una toalla para limpiarnos, pero eran incapaces de remover su propia escoria. ¡Pero tardé mucho en darme cuenta de dicha situación! ¡Primero tenía que limpiar mi mierda, antes de ofrecerme a quitar la de los demás! Y ese día que desperté, pude oler, y me di cuenta de la peste en la que estaba envuelto. Esa plaga de auto-desprecio, esa incapacidad de quererse, ¡Esa vida negada!. Puse un alto, me alejé del barrial y, señor lector, ese día... Dejé de considerar el suicidio como opción. ¡¿La opción que me quita las opciones?! Ni siquiera estaba deprimido, ¡La depresión es patológica!, lo mío no era de receta, mis síntomas no eran otra cosa, que estupidez. Me había convertido en un gusano, me retorcía, esperaba que otros se compadecieran y pudieran hacerme sentir acogido.Pero después de aquel momento, aromas frescos aparecieron, no extrañaba en absoluto ese entorno depresivo, ya no necesité ser víctima.

Saqué pecho, miré confiado y dije "desde ahora todo será mejor". Pero no funciona de esa manera, contrario a lo que ciertos libros afirman, pensar positivo no significa escapar de la tragedia. ¡El devenir siempre podrá llegar a destruir! Pero huir del barrial aporta posibilidades.  Dejé de hundirme en ese oscuro oceano y salí en busca de aire y, en la superficie, me encontré con un mar de incertidumbre (mejor ella de compañía que la resignación). En ese instante me sentí abrumado... ¡Por primera vez en mucho tiempo no tenía una salida al sufrimiento! El suicidio no era la solución apropiada, pero al menos considerarlo me ofrecía cierto alivio. Si las cosas salían mal siempre existía la posibilidad de saltar al vacío y dejarlo todo atrás. Pero, cuando eso dejó de ser una opción, sentí al rojo vivo la realidad, entendí que a partir de ese momento tendría una lucha interminable contra la adversidad. La sola idea de retornar a la compasión me produjo asco, por lo que no había más remedio que reunir valentía y dejar atrás el rol de víctima del azar, para convertirme en su eterno enemigo. Pero enemigo real, de aquellos que, aunque se declaren la guerra, sienten más respeto que odio hacia el otro.

Y de pronto, la depresión no patológica (la auto-compasión), me pareció un concepto de comedia. Me reí de mí, me burlé de la escena del puerco apestoso...Y, más tarde,  regresé a ojear el estado del barrial, pero el hedor me obligó a alejarme en seguida. Y sentí... compasión, por aquellos que seguían revolcándose, pero entendí que hasta que no despertaran en mí un sentimiento diferente, no podía hacer más que observarlos con impotencia. El valor de las personas sólo adquiere verdadero significado, cuando son ellas mismas las que se hacen conscientes de lo que valen. ¡Y cuánto valor desperdiciado había allí! Y en este punto debo volver a hacer una aclaración. Estimado lector, esta entrada tiene solamente dos propósitos; el primero, resaltar y recordar ese valor desperdiciado de aquellos que son incapaces de verlo, porque tienen los ojos cubiertos de fango. Gente que de quererlo, crearían inumerables cosas, pero que aún no pueden hacerlo porque están empecinados en destruirse. El segundo, dejar registro de este periodo de lúcidez, porque pertenecí al barro, al vacío, y no estoy excento de volver a caer en él.

Por eso, termino con esta sentencia,  en caso de que la necesite a futuro: el optimista es fastidioso, pero el deprimido es nocivo...

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